jueves, 5 de noviembre de 2015

Poemas de Begoña Abad



Un día te hiciste mayor.
Lo supe porque dejaste de venir
a acurrucarte a mi lado
los domingos por la mañana.
Dejaste de buscar el calor
de mi costado
y mi mano distraída
haciéndote dibujos en el pelo.
Dejaste de pedir que te contara
cómo eras de pequeño
y cómo era yo y cómo tu abuelo
y apareciste, sabio ya.
Todo lo sabías en esa mañana triste.
Me costó acostumbrarme
a verte aparecer en la cocina
con el ceño fruncido, silencioso.
Tuve que aprender a quererte de nuevo,
también así, distante y gris.
Aprender que sólo era un baile de disfraces
en el que me tocaba adivinar
de qué ibas vestido,
pero sabiendo que siempre
detrás estabas tú,
igual que tú esperabas
que yo estuviera siempre
esperando, sin disfraz.


Del libro : Silencios encontrados.

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La Cuchara

Hablar de la cuchara
humilde en los cajones

no sirve, me dices, para un poema
y yo sonrío, vieja ya de todo,
no discuto, no contradigo…
La cuchara con la que crié a mis hijos,

la que llevas a tu boca cada día con suerte,
la que tu madre usaba los días festivos,
la que hacía música sobre el cristal de las copas,
la que con su frío aplacaba el dolor de tus chichones,
la de peltre, de mi abuela y de la suya
que me dan sopas con honda
cuando me crezco, sabihonda,
y olvido el humilde valor de la cuchara
y de mi origen.
 
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 Cociendo Arroz

En este momento,
en el silencio de mi cocina
mientras vigilo el arroz que cuece
y escucho gotear un grifo imperfecto,
pienso en las mujeres lejanas
que se cuelgan un fusil a la espalda
para adentrarse en la selva.
O en las que se cuelgan el hijo
y caminan horas en busca del agua.
O en las que se desvisten
en un cuarto triste para venderse.
Las desterradas hijas de Eva
del imperfecto mundo que gotea.

 
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No necesito un hijo que me quiera,
ni que sea feliz, ni hermoso,
ni que triunfe y me sonría,
ni un hijo que me cuide,
me proteja, me tutele.
Necesito, simplemente,
un hijo que me sobreviva
y al que poder amar hasta el final.
Si me faltara,
¿qué haría yo con tanto amor
como me crece para él
cada mañana?


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Cansada de vigilar la máscara, la mujer
se sienta al final del día frente al espejo.
Una a una va quitando las arrugas,
las líneas amargas que cercan la boca,
eleva los párpados, limpia con un paño,
húmedo las canas, levanta los pechos,
sacude del cuerpo los kilos de más.
Luego se acuesta en la cama, a llorar.
Se pregunta por qué no viene a acunarla
su madre. Es tan joven, está tan desnuda
y tiene tanto, tanto frío.


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Mi abuelo no salió de su pueblo.
El pueblo tenía cuatro casas,
cuatro calles, cuatro caminos,
cuatro vecinos, cuatro perros.
No había en él ni obispos, ni ministros,
ni putas, ni altos cargos,
no había empresas, ni banca, ni iglesia había.
En realidad no salió nunca de su molino.
Ya es casualidad que por aquel lugar,
remoto y olvidado,
acertara a pasar la vida.
Mi abuelo hablaba poco, pero sabía mucho,
todo lo aprendió mirando la muela
que, implacable, con el mismo eterno movimiento,
machacaba siempre el grano, hasta hacerlo polvo.